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2022-05-21 09:52:43 By : Mr. Nicholas Li

Mijail Panikako no era más que otro soldado raso; uno destinado en el sector industrial de Stalingrado. Pero el destino quiso que, aquella jornada, su gesta pasara a los libros de historia. Durante la defensa de la ciudad, el infante de Marina iba a lanzar un cóctel mólotov contra un carro de combate alemán cuando un cartucho impactó de lleno en la vasija. 'Bang'. El líquido le empapó el cuerpo. «El soldado echó a arder. Pero, a pesar del terrible dolor, no perdió el conocimiento. Corrió hasta el tanque y estrelló la botella contra la parrilla del motor de la escotilla», escribió el famoso comandante Vasili Chuikov en su diario.

La heroicidad de Panikako fue una de las muchas que se registraron en el sector industrial de Stalingrado cuando la hidra germana asfixiaba la ciudad.

Allí fue donde, durante varias semanas, unos pocos soldados soviéticos hicieron frente a la apabullante fuerza del VI Ejército Alemán del general Friedrich Paulus; el mismo que se añadió un 'von' en el apellido por aquello del qué dirán. Por entonces, cada uno de los seis barrios plagados de fábricas se convirtió en una pequeña Mariúpol. Los combates más estremecedores se dieron en la Fábrica de Tractores (STZ) a partir del 23 de agosto. Allí, los trabajadores asieron sus armas y detuvieron al enemigo a sangre y fuego.

Los combates emanan cierto aroma a los que, hasta su liberación, mantuvieron los defensores de la acería Azovstal en la sitiada ciudad de Mariúpol. Aunque la mayor diferencia es el desenlace del cuento. Si bien los soviéticos orquestaron una defensa que impidió a los alemanes sentirse cómodos en la Fábrica de Tractores a través de túneles subterráneos, hace unos días Europa se desayunó con la noticia de la evacuación de los soldados –muchos de ellos, del vilipendiado Batallón Azov– de la planta metalúrgica. La misma que se había transformado en una suerte de Álamo moderno desde la invasión del pasado febrero.

Stalingrado, actual Volgogrado, mutó en averno de la noche a la mañana. La urbe, emplazada a ambos lados del rio Volga, amaneció bajo la sinfonía de los explosivos alemanes el 23 de agosto de 1942. «Camaradas, un aviso de bombardeo aéreo...», repitieron una y otra vez los altavoces ubicados en mitad de las calles. Los avisos se quedaron cortos. La aviación de Von Richtofen, el mismo director que había dirigido cual ópera los golpes sobre Guernica, se lanzó en varias oleadas sobre la urbe. Desde la orilla oeste, los alto edificios blancos fueron testigos y dianas de sus acometidas. Muchos cayeron; otros se prendieron fuego. Los que no, se estremecieron por el amargo espectáculo.

La estampa recuerda a los bombardeos rusos sobre Mariúpol. 'Pum', 'pum', 'pum'. La vieja doctrina de reducir a cascotes las posibles posiciones de defensa enemigas, que en una ciudad son todas. Terminado el macabro primer acto, la 16ª División Blindada del Tercer Reich arrancó motores y se dispuso a recorrer los cuarenta kilómetros de estepa que separaban sus posiciones de Stalingrado. Pero no sabían lo que les esperaba. Antes incluso de pisar los adoquines de las calles, los carros de combate fueron recibidos por cañones antiaéreos de 37 milímetros disparados a ras de suelo por mujeres. «Las jóvenes rehusaban bajar a los búnkers», escribió un oficial poco después.

La sorpresa fue mayúscula; en un resoplar, apenas unas jornadas, se llegó casi a la orilla este del Volga. ¿Qué hacer? El consejo militar soviético fue tajante: «Nunca entregaremos nuestra ciudad natal. Hagamos barricadas en cada calle. Transformemos cada distrito, cada manzana, en una fortaleza inexpugnable». El alto mando ordenó volar un puente militar levantado para organizar una posible retirada. Nadie se marcharía a la orilla oriental. Según explica Antony Beevor en su magna 'Stalingrado', todo trabajador que pudiera empuñar un arma fue reclutado como 'tropa especial'. Solo se salvaron aquellos destinados a las fábricas. Sin armamento, dictaba el sentido común, no se podía expulsar al nazi invasor.

Durante su avance imparable, los alemanes llegaron hasta las puertas de la famosa Fábrica de Tractores. Ubicada al norte de Stalingrado, esta empresa había sido levantada en los años treinta con la ayuda de compañías occidentales; entre ellas, varias de Estados Unidos, el temible enemigo capitalista de la URSS... Durante años, su producción se había centrado en el famoso STZ-1, un tractor que podía ensamblarse a toda velocidad en sus líneas de montaje. Sin embargo, tras la invasión alemana en 1941, el lugar cambió las grandes ruedas por las orugas y pasó a construir los novísimos carros de combate T-34.

«En julio de 1942, la STZ construía 421 tanques T-34 al mes, lo que representaba un tercio de la producción total de ese modelo de blindado en toda la URSS», explica el historiador Robert Forczyk en 'Stalingrad 1942–43 (2): The Fight for the City'. El alto grado de producción, tanto antes como después de la invasión alemana, recuerda a la misma acería de Azovstal, corazón de la industria siderúrgica soviética primero, y rusa después, hasta el comienzo de la invasión de las tropas de Vladimir Putin el pasado febrero.

Según afirma el historiador Henri Michel, los carros de combate que salían de la Fábrica de Tractores eran enviados al frente con tripulaciones novatas. Muchos de ellos solo podían disparar a quemarropa al enemigo por carecer de miras. Pero todo valía para detener un metro más al Tercer Reich. Los germanos lo sabían y, por ello, tanto la 'Luftwaffe' de Von Richtofen cono los blindados de Paulus la tenían como un objetivo prioritario. En sus memorias, el general teutón se refiere a ella en varias ocasiones. Entre otras cosas, porque el equipamiento que escondía en su seno permitiría reparar sus panzer. Antes, sin embargo, tendría que acabar con los 35.000 trabajadores que la regentaban.

La Fábrica de Tractores era parte de la zona industrial de Stalingrado; una de las más pobladas de la ciudad, según afirmam David M. Glantz y Jonathan M. House en 'Choque de titanes: La victoria del Ejército Rojo sobre Hitler': «Aumentada con decenas de miles de refugiados, buena parte de la población de 600.000 habitantes de la ciudad fue agrupada alrededor de los tres enormes complejos industriales de la mitad norte de la ciudad: la Acería Octubre Rojo, la Planta de Tractores de Stalingrado y la Fábrica de Municiones Barrikady». La defensa descansaba sobre el 62º Ejército del general Vasili Chuikov.

El 23 también estalló la locura en la fábrica. Al ver que el Ejército Rojo se hallaba sobrepasado en todos los frentes, los obreros optaron por armarse para recibir a los alemanes. Los testimonios de aquellas horas se cuentan por decenas. Ivan Fyodorovich Zimenkov, presidente del Soviet Regional de Diputados Obreros de Stalingrado, recalcó que «trabajadores con treinta y cuarenta años de antigüedad tomaron un fusil, aunque no sabían utilizarlo». Les enseñaron cómo hacerlo. Vladimir Kharitonovich, por su parte, recalcó que fue una tarea ardua dar un entrenamiento básico a aquellos improvisados reclutas. No ya porque no habían usado un arma jamás, sino porque «había una escasez increíble de fusiles».

Los alemanes atacaron convencidos de que tomarían la fábrica en tres jornadas como mucho. Pero no contaban con el sagrado deber de resistir que se impusieron los trabajadores. Había medio millar, pero su conocimiento de las grandes naves de la fábrica y los recovecos de los edificios les permitió aguantar. «Los trabajadores venían a por sus armas, se las entregábamos y marchaban al combate», explicaba un superviviente. Hubo momentos en que los teutones se hicieron con parte del complejo, pero los defensores no se marcharon por completo jamás. De hecho, reforzaban las posiciones a través de túneles subterráneos que conectaban con el exterior. El enésimo símil con la acería de Azovstal.

Los rusos detuvieron el primer golpe y, en los meses siguientes, combatieron a sangre y fuego para defender la Fábrica de Tractores. El edificio se convirtió en uno de los símbolos de la defensa de Stalingrado. Los combates fueron estremecedores, como explicó el francotirador Vasili Zaitsev en sus memorias: «A distancia de varios kilómetros la situación presentaba un aspecto terrible. Cientos de aviones alemanes sobrevolaban la fábrica sin cesar. Más tarde supimos que solo el 17 de octubre la 'Luftwaffe' había operado setecientos despegues dirigidos contra la planta de tractores y la Barricadi. Según mis cálculos, el enemigo había lanzado seis bombas por defensor soviético en un solo día».

El invierno fue letal en el edificio. A mediados de octubre la Fábrica de Tractores estaba defendida por tres divisiones de reducidas dimensiones. Una de ellas, la 112ª, reconvirtió a unos seiscientos supervivientes de la ciudad en un regimiento. «Los fascistas se encontraron con una feroz resistencia. Nuestros soldados lograron defender y mantener esa zona. Habíamos aprendido a vivir bajo el fuego, y a los alemanes debía de parecerles que las piedras, los ladrillos e incluso los muertos disparaban contra ellos. La respuesta del enemigo fue bombardearnos sin tregua, en un intento de reducir la ciudad a escombros. Incluso destriparon a nuestros muertos atropellándolos con las orugas de los tanques, por lo que no quedaron ni cuerpos que recoger», explicaba el propio Vasili en sus memorias.

Al contrario que Azovstal, en la Fábrica de Tractores se combatió hasta el final de la batalla de Stalingrado. La planta, eso sí, quedó destruida en su mayor parte debido a los continuos bombardeos. Tras la expulsión de los nazis comenzó su reconstrucción y, ya en 1944, el primer tractor volvió a salir de sus cadenas de montaje.

La defensa planteada por Rusia es aquella que los alemanes calificaron de forma despectiva como 'rattenkrieg'. La palabra, imponente, fue utilizada por Javier García Andrés para titular, hace casi una década, uno de sus artículos sobre la batalla de Stalingrado elaborado para ABC. En sus palabras, desde la caída de Varsovia en 1939 los alemanes no se habían enfrentado a un combate urbano que les supusiera un dolor de cabeza. Lo suyo era otra cosa, la mitificada ' Blitzkrieg': los avances a toda velocidad y el embolsamiento de grandes masas de infantería enemiga. El día a día de una 'Wehrmacht' y de una 'Luftwaffe' que desconocían lo que era la lucha casa a casa.

Sería falso denigrar la resistencia soviética en las calles de la ciudad. Las estrategias fueron acertadas. La más sencilla de ellas fue 'abrazar' a la infantería alemana. En la práctica: desplegar a los soldados lo más cerca posible de las posiciones de la 'Wehrmacht' para evitar que las fuerzas aéreas germanas lanzaran sus bombas. Y lo mismo sucedía con la artillería que sitiaba la urbe, todavía letal durante estos compases del conflicto. Aquello hizo que se esfumara la eficacia de la conocida como 'guerra relámpago', basada en embolsar al enemigo, cercarlo y aguardar hasta poder orquestar un ataque combinado a través de un punto de ruptura. Stalingrado fue el fin de aquello.

Por otro lado, los soviéticos recurrieron a una estratagema efectiva: convertir los edificios en posiciones de defensa improvisadas. «Es una lucha violenta, casa por casa. Las tropas alemanas avanzan dentro de la ciudad con dificultad. En un solo sector han sido destruidos veinte carros en una jornada», explicaba el corresponsal de ABC en Rusia a finales de septiembre de 1942. Aquellos 'diques' o 'rompeolas' obligaban a los germanos a cambiar la dirección de los ataques para no caer bajo el intenso fuego de las ametralladoras Maxim o las explosiones provocadas por los cócteles Molótov. Lo que desconocían es que estaban siendo dirigidos hacia enclaves donde les aguardaba una emboscada masiva.

El enésimo truco para combatir a los alemanes fue valerse de francotiradores. En primer lugar, para acabar con objetivos concretos que pudieran causar problemas –servidores de ametralladoras, dotaciones de morteros...– pero también para provocar el caos en los enemigos del Ejército Rojo. «Centinelas y francotiradores de ambos sexos en Rusia», titulaba ABC. A nivel psicológico, el Ejército de la URSS también apostó por no dar ni un solo minuto de descanso al enemigo. Así, los oficiales generalizaron los ataques nocturnos para impedir que los soldados de la 'Wehrmacht' tuvieran siquiera un minuto de descanso. Aquella tensión, ese sentimiento de inseguridad provocado por la posibilidad de verse superados en cualquier momento y lugar, generó un estrés que terminó por pasar factura al invasor.

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